Especial de Nicolás Litvinoff para el diario La Nación
Este martes fue el Día del Trabajador. Mucha gente infla el pecho y se desea felicidades. Al saludar a otros, de alguna manera, se ve a sí mismo como un trabajador que merece el reconocimiento de los demás. Siente el orgullo de cumplir el mandato que le transmitieron, lo que le enseñaron de chiquito, pero… ¿y si resulta que no es el mejor camino a seguir?
En esta columna solemos cuestionar algunas ideas socialmente establecidas en el plano de las finanzas personales, las inversiones y la relación con el dinero. El trabajo también forma parte de este universo en tanto generador de ingresos.
En consecuencia, vamos a abordar el trabajo desde una óptica que no por negativa deja de ser realista: ¡feliz día del stress, de la falta de tiempo y del sacrificio!
¿Acaso estamos festejando por aquello que nos consume cada vez más tiempo y no nos garantiza un mayor poder adquisitivo sino una falsa libertad?
Veamos…
Relación de dependencia y falsa libertad
Cada día, billones de personas alrededor del mundo se dirigen en una suerte de procesión religiosa hacia el lugar donde pasarán gran parte de su tiempo vital: la oficina, la fábrica o cualquier otro ámbito de trabajo.
El empleo en relación de dependencia es un contrato simple en donde una de las partes ofrece una compensación económica a la otra a cambio de su tiempo y la aplicación de sus conocimientos. Esta relación genera en el empleado una sensación de pertenencia, reduce su incertidumbre acerca de cómo hacerse de dinero mes a mes, y combate su ansiedad acerca de qué hacer a lo largo del día, puesto que le demanda más de la mitad de las horas que pasa despierto.
Trabajar en relación de dependencia pareciera ser la solución perfecta: obra social, jubilación, aguinaldo, vacaciones, indemnización en caso de despido. Se trata, de hecho, de algunos de los supuestos beneficios que los empleadores esgrimen a la hora de ofrecer un puesto. Además, prometen expresa o tásitamente que el sueldo estará depositado del 1 al 5 de cada mes y que podremos saber exactamente su monto antes de percibirlo.
De esta forma, billones de personas alrededor del mundo renuncian a lo que verdaderamente quisieran hacer con su tiempo.
Sin embargo, esta “certidumbre social” falla en el objetivo de reducir la ansiedad de quienes optan por ella. En su intimidad, el empleado sabe que algo que no cierra en su relación con la empresa. No ve esa conveniencia mutua (el win-win tan de moda) que le venden. Siente que nunca es suficiente la paga que recibe por renunciar a sus sueños, acallar sus voces internas plagadas de ideales, abandonar esos proyectos que le encantaría diseñar y llevar a la práctica y ver poco o nada a los afectos por pasar las mejores horas del día encerrado en el lugar de trabajo.
La ansiedad que aflora luego de consumada la certidumbre social se traduce en una reflexión que escucho constantemente: “Merezco vivir mejor por el tiempo que trabajo. Me voy a dar el gusto de sacar un crédito para tener mi propia casa y el auto que siempre quise.”
El resultado de ese camino hacia la certidumbre total es la pérdida definitiva de nuestro bien más preciado: el tiempo, que deja de ser de la persona y pasa a pertenecer no solo a la empresa que nos contrata sino también al banco, adonde irá a parar buena parte de nuestro sueldo en concepto de intereses de deuda (cuotas, básicamente).
Este círculo vicioso le asegura a la empresa la dependencia definitiva del empleado, que no renunciará puesto que tiene cada vez más compromisos financieros que cumplir. Así, podrá seguir explotándolo por mucho más tiempo. En tanto, el banco hace su negocio al prestarle a tasas altas el dinero que toma a tasas bajas. La empresa empleadora y el banco son los ganadores en esta fórmula win-win-lose. Adivinen quién es el perdedor…
Reducir la incertidumbre a través de la certidumbre social termina siendo la peor opción de todas, puesto que de lo único que estaremos seguros es que trabajaremos 10 horas por día de lunes a viernes en algo que no nos gusta para pagarle al banco por las cosas que compramos y ni siquiera tenemos tiempo de disfrutar.
Emprendedurismo y falsa libertad
Emprendedores, freelancers, cuentapropistas. El imaginario social actual nos empuja a abrazar esa sensación de libertad que produce no poseer jefes que nos controlen ni tener que cumplir un horario todos los días ni estar obligados a trabajar fuera de casa.
El surcoreano Byung-Chul Han, profesor de Filosofía y Estudios Culturales en la Universidad de Berlín y uno de los filósofos contemporáneos más incisivos y críticos del momento, define a la sociedad actual como una “sociedad del rendimiento”, donde todos somos emprendedores y el verbo “poder” (no como “dominación” sino como “poder hacer”, que da lugar al trillado “tú puedes”) copa la escena y nos contrapone con la sociedad de la disciplina, que basa las conductas de las personas en el pesado verbo “deber”, abordado de forma brillante por Michel Foucault en su libro Vigilar y castigar.
Han define muy bien a este nuevo “sujeto del rendimiento” en el que nos estamos convirtiendo: es aquel que se ve como empresario (y empleador) de sí mismo. No caben dudas: es libre en tanto no está sometido a ningún otro sujeto que le dicte órdenes, pero no es realmente libre puesto que se siente constantemente forzado a maximizar su rendimiento y la única posibilidad de hacerlo es con trabajo en exceso.
Se trata, en rigor, de una “libertad obligada” o “libre obligación” que da origen al ” animal laborans”, el animal de trabajo moderno: un emprendedor hiperactivo e hiperneurótico sobreestimulado por una sociedad positivista que lo bombardea constantemente con slogans del tipo just do it (simplemente, hazlo) o impossible is nothing (nada es imposible), alimentando su autoexigencia y su apego diario al trabajo.
En su libro Psicopolítca, Han no deja lugar a dudas: “El sujeto del rendimiento, que pretende ser libre, es en realidad un esclavo. Sin amo alguno se explota a sí mismo de forma voluntaria. La mera vida y el trabajo son las caras de la misma moneda”.
Conclusión
“Elige un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar el resto de tu vida”.
Confucio
En este Día del Trabajador, no se me ocurre mejor idea que crear un anti-día: abrazar la incertidumbre, confiar en nosotros mismos, rechazar la certidumbre social y dominar la ansiedad para actuar a partir de nuestros deseos y sentimientos, abandonar las excusas y enfrentar los miedos ridículos que la sociedad busca imponernos para transformarnos en un miembro más del rebaño. Buscar nuestra potencia, nuestro don, ese que todos tenemos, pensar cómo monetizarlo y salir a compartirlo con el mundo.
Para el anti-trabajador no hay un “feliz Día del Trabajador” en el año sino más bien 365 días felices donde tiene la suerte de hacer lo que le gusta en lapsos de tiempo prudenciales (digamos, 4 horas por día) y luego se entrega al ocio productivo y a vivir intensamente esta vida, que es un milagro.